María
Elena se llamaba realmente
María. Siendo una recién licenciada acudió a una prueba de selección de
personal de un banco y comenzó a trabajar muy pronto en él, poco antes de
conocer a Julián, cuando aún no había cumplido los 24 años. Creció
profesionalmente muy rápido, de forma que en un año ya era directora de una
pequeña oficina, que no le proporcionaba un sueldo acorde con el puesto, pero
que le mantenía en tensión por los constantes indicios de un posible salto de
responsabilidad dentro de su empresa. En esos momentos era una mujer ambiciosa
con tres “muy”: muy trabajadora, muy inteligente y muy capaz, pero con
principios y escrúpulos, por los que había dicho que no a una serie de
invitaciones a cenas-catapulta, esas después de las cuales la invitada ha
subido unos cuantos puestos en el nivel profesional y salarial.
Julián era, en aquél
momento, un treintañero cerca de cambiar de decena, profesor de tenis, guapetón
y simpático. que atraía a las mujeres con facilidad. Se podría decir con mucha
facilidad. Una facilidad inusual. Fuerte, de complexión delgada, de pelo casi
rubio y barba permanentemente de 3 días, que nadie se explicaba como la
conseguía, pero que le proporcionaba una imagen que le daba status de icono
sexual. Julián, como todo el mundo, escondía sus secretos. Por ejemplo, María
no conocía la maldición de los 27, que pesaba sobre todas las novias de Julián,
y que consistía en que ninguna de ellas había conseguido cumplir esos años
siendo su pareja. La que estuvo más cerca de conseguirlo, Tere, fue abandonada
la misma noche en que llegaba a la fatídica edad, con un sencillo mensaje de
texto en su teléfono móvil: “no seguiremos juntos” y no apareciendo Julián a la cita.
Pero fue sólo una damnificada más, y quizás no la más agraviada, porque en una
ocasión otra beneficiaria de su cuerpo, de nombre Marta, le tendió una trampa
en casa, organizando una cena sorpresa con los padres de ella. Antes de que
éstos llegaran, con la disculpa de ir al baño, Julián se fugó por la ventana y
descendió los cuatro pisos agarrado a una tubería que fue declarada cómplice
por Marta por no haberse roto y no haberle castigado con una caída que
seguramente merecía.
María duró exactamente con
Julián dos años, ocho meses y diecisiete días, cuando tenía poco más de veintiséis.
Aunque a ella no le gustaba el modo en que él se pavoneaba en cuanto aparecía
una mujer en escena, en cualquier escena, para ser precisos, había aprendido a
vivir con su inseguridad porque la desconocía. Julián la dejó enviándole un
mensaje a través de Facebook. No se recuerda cual fue el contenido de aquél
mensaje, porque nadie más que ellos dos, además de algún administrador de la
red social ajeno al desagravio, conocieron su existencia. Ese momento
constituyó un punto de inflexión en la vida de María. A partir de entonces, y
ya habían pasado unos siete años, desconfió totalmente de los hombres, al punto
de que no volvió a tener una relación con ellos que no fuera meramente sexual,
además de los cafés semanales con Arturo, un amigo gay que conoció en la boda
de unos conocidos comunes. Arturo le proporcionaba la presencia, aunque sólo
física, ni mental ni anímica, de un hombre cerca de su vida. A veces ni física,
por cómo le gustaba vestirse. Ayudaba a María con tareas caseras típicas de manitas,
afición que le nació porque, afirmaba, le ponían los dependientes uniformados
con pantalones de mahón y camisas de cuadros de una conocida gran superficie de
bricolaje. De tanto ir a verlos pasear entre estanterías y verlos subirse a
escaleras, y creyendo que así no era descubierta su pasión, acabó haciendo una ingente
colección de herramientas; tenía en una habitación de su casa todas las
imaginables comprendidas entre un torno y un berbiquí.
María no llevó a ningún
hombre a su casa después de Julián. Nunca. Se citaba en hoteles o se desplazaba
a la casa de sus conquistas, porque aseguraba que así podía controlar cuando dar
por concluido el acto, cuando soltar de golpe el telón. Algunas veces, incluso,
no acudía a sus citas. En la zona de conforto que constituía su apartamento
hacía mucho tiempo que el único portador de órgano sexual masculino que entraba
era Arturo. Fue él, precisamente, quien le incitó a ser clienta de un servicio
de contactos. Arturo, le había dicho, hacía tiempo que los utilizaba. La
primera vez, según le contó mas tarde, había sido una imprudencia. De las mil
siguientes ya ni se acordaba, también le contó.
Así pues, un buen día,
María (Elena), acuciada por las urgencias de llevar unos meses sin encontrar en
la calle nada que le llamara la atención y desalentada por lo pesado que alguno
de ellos se ponía cuando intentaban conseguir su número de teléfono, entró en
una web de contactos, y después de ojear candidatos durante casi media hora,
eligió a Carlos. Si fue una casualidad o si estaba escrito en algún libro de
revelaciones que ese encuentro se fuera a producir no lo sabremos nunca.
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