Más que leer, acariciaba
páginas de libros. Lo que hacía se parecía más a un suave masaje de fisioterapia,
a un proyecto de precisa reconstrucción, de curación de heridas o de imposición
de manos, que a un ademán secundario y necesario para desarrollar un sencillo
proceso intelectual. Posaba sus manos sobre las hojas con lentitud y
delicadeza, como alisándoles las cicatrices que la tinta había dejado en forma
de letras en su piel áspera, transformando rugosidad en calma, extirpando tensiones
y eliminándoles arrugas. Era imposible no fijarse en los movimientos de
aproximación que realizaban las manos hacia el libro, no marearse con la
contemplación de tal belleza. Lo acogía en su regazo, talmente lo recogía, lo
protegía como a un bebé, pasaba las páginas como se acaricia la cabecita de un
recién nacido, con el mismo mimo, con la misma ternura. Tenía una forma
especial y única de sentarse al realizar su peculiar ejercicio de maternidad
intelectual.
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