El peón le tiene miedo a su
último movimiento, al de su muerte. Como una larva que se convierte en
mariposa, como integrista que se inmola seguro, sin dudas, de que su más allá mejora el
menos acá, ese último paso le cuesta darlo, y sólo el empuje de una mano, la firme sujeción
de un índice, un anular y un pulgar, le anima desde su zona de conforto al precipicio. Y
vuelve como una bailarina morena, de pelo rubio y falda larga que vigila las
diagonales; como pilier fornido, de rostro serio, poca cintura y movimientos
precisos pero predecibles; como veloz nave espacial, con seguridad de las que insultan,
inusual; como caballo que galopa cojo.
El peón es gordito, bajo y cabezón. Le tiene miedo a su
último movimiento. Su identidad es gestionar la crisis con la que nace. Camina despacio hacia delante, como si esperara, temeroso, el último empujón.
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