sábado, 11 de abril de 2009

¿Me corto las venas o me las dejo largas?

Varsovia es una ciudad a la que el que llegue con un día malo, o hace terapia intensiva de Enklawa, famosa discoteca en el ámbito de EDPR, o se cuelga de algún olmo del parque Wilanów. Recomiendo lo primero. Los reclamos turísticos que tiene, excepto Nowy Swiat y Stare Miasto, son tétricos, neoexpresionistas como los nosferatus de uñas retorcidas y sombras alargadas: el Museo de la Insurrección del guetto, restos del muro de rojo ladrillo de éste, el cementerio judío, el más grande de Europa, dicen, los campos de concentración convertidos en museos, fotos de la Varsovia devastada por los bombarderos de la Lutwaffe tras la segunda guerra mundial.

En algunas calles, de noche, si escuchas atentamente, aún se pueden reconocer los ecos del golpeo de las botas de los soldados de la SS en los adoquines, marchando acompasados, casi al unísono, a paso ligero, rozándose la tela de los uniformes. Una voz desgarrada dirige el compás, enviando lo que crees órdenes de búsqueda, de tu búsqueda, esos gritos en alemán ordenan buscarte a ti. Cesan los ruidos de las botas y una orden distinta, más tajante, metálica y enérgica, precede a una ráfaga de disparos. Un cuerpo se desploma. Un escalofrío descose tu columna vertebral, como si bajaran una cremallera, porque piensas que tarde o temprano descubrirán tu escondite.

Por suerte aún queda una pianista.

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