martes, 13 de agosto de 2013

un negocio de familia

El padre de Lidia es mecánico, y tiene su propio negocio. Desde que se casó quiso tener un hijo varón, por aquéllo de dejarle el taller, por enseñarle los trucos y por poder tomar una cerveza con él mientras veían en la televisión un partido de fútbol, quizás del Legia o del Wisla. La genética ya esperaba por entonces, agazapada en una esquina como un vulgar ratero, pergeñando como acabar con la resistenca del buen hombre.

El primer descendiente de la pareja fue una hembra, pero el hombre, empeñado en ese sueño tan sencillo como es tomar una cerveza sentado en un sofá viendo un partido de fútbol, quizás del Legia o del Wisla, no se arredró y siguió en sus trece. La segunda fue de nuevo una hembra. Y la tercera. Y la cuarta. Y la quinta. Y la sexta. Y la séptima.

Hay un momento en que uno ya no apuesta más, porque sabe que va a perder, y eso, me imagino, debió ser lo que pensó este buen hombre. La genética, a esas horas, estaba ya tendida en la acera, sujetándose el vientre, dolorido después de todo el tiempo que llevaba riéndose. Se dice incluso que sus carcajadas llegaron a escucharse en Lima.

Las hijas fueron casándose, y así, fue como un día nació la primera nieta. Y después, de otra hija nació una segunda. Y de otra, una tercera. A día de hoy, Pedro se presenta como la gran esperanza blanca y portuguesa para acabar con la historia. Este hombre se merece tener un nieto varón. Al menos, para dar por bien empleado todo el dinero que les pagó a sus hijas siendo niñas, como acompañamiento para no ver solo los partidos de fútbol que ponían por la televisión, quizás del Legia o del Wisla.

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